En la humedad de los helechos dormía una Dríada. Estaba unida a un roble y sentía y amaba a su pulso. Poseía gran belleza, con fulgores violetas y verde aguacate en los ojillos rasgados. Aquél otoño su piel estaba tornándose rojiza, y luego sería alba, y luego verde salvaje… Sintió súbitamente un crujido en las entrañas y vio a derribar su roble, caer por el abrazo del bosque desamparado.
Sobrevivió apenas, aferrada a tres heliotropos compasivos, y se obligó a odiar…
Al final la foresta se lamentaba rigurosa cada noche la corrupción de la delicada dama de párpados de corteza.
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