miércoles, 1 de agosto de 2007

El consultorio del Arroyo: la primera bata

El blanco es un color que puede inspirar muchas cosas. Siempre me ha parecido fuerte, imponente. No se consigue fácilmente igualarlo, ni llegar a su altura. El blanco es el mejor color.
Ahora de viejo pienso que la decisión de estudiar medicina estuvo inspirada sobre todo en eso: en el poder que el color blanco ha tenido sobre él toda la vida.
Los poetuchos baratos y los anuncios de televisión hablan mucho del color blanco. Lo relacionan con la pureza, con la libertad, con la Patria, con la esperanza. En realidad la vida me ha enseñado que ese color tiene mucho relación con muchas otras cosas; muchas de ellas pocos relacionadas con su prístina personalidad. En la vida real, en la vida de los hombres y mujeres de todos los días, el blanco a veces significa negro, y a veces colorado, y a veces no significa nada. El blanco, que es la ausencia de color, es al mismo tiempo la presencia de todos ellos por sus significados sin fondo y por sus implicaciones en muchos sentidos.
Como complejo es el blanco somos complejos nosotros, aunque todo empezó com el doctor Chávez. Nunca vi algo más blanco que sus batas de algodón reluciente. Llegaba cada mes al pueblo y se instalaba en la casa del comisario del ejido. Ahí ponía a hervir su jeringa metálica para desinfectarla y desplegaba su pequeño carnaval de alcoholes y enjuages, que pronto conquistaba la sala de la casa. Se lavaba las manos perfectamente, tallando con un cepillito las uñas de los dedos, las palmas y al final los dorsos, y luego de secarse desdoblaba su bata. Era una prenda que traía siempre al olfato el olor dulzón del almidón y que sobre los hombros del viejo médico adquiría un talante ceremonial. En el pecho, arriba del corazón tenía escrito con letra pegada, bordado finamente su nombre. Cuándo Chávez vestía su bata se advocaba la autoridad de curar, de salvar las vidas de las gentes, ni más ni menos.
Siempre que lo mirábamos, el doctor estaba ocupado en revisar alguna pesadilla hecha muela, o inyectando algún chavalo con los cachetes rojos como manzanas por la calentura. Lo mirábamos serio, pensando en quién sabe qué cosas lejanas a nosotros, y sobre todo siempre de blanco, brillando, como a nadie que conociéramos por esas épocas. Ni el padre ni los dos profesores de la escuela ni los soldados ni nadie estaba a la altura del doctor. Hasta los viejos más atufados del rancho lo respetaban y seguían sus consejos, y nadie ponía en duda sus prescripciones. Sobre una mesa revisaba a los bebés despatarrados, chillando con toda la fuerza de sus pulmoncitos, para luego enyesar algún dedo roto, revisar alguna herida añeja, recomendar dietas para los diabéticos.
Al final del día el médico cobraba sus honorarios al comisario y se retiraba en su caballito tresalbo. Ya no con el disfraz de médico, sino vestido de ranchero. De todas modos el aura no se le acababa y el objeto de su magia se iba con él, igual de albo que cuando llegaba, encerrado en su maletín.
No conocimos más médico que al doctor Chávez hasta que cumplimos dieciocho años, cuando Isidro vivió su iniciación. Con el tiempo los dos íbamos a aprender que no todos los doctores eran como aquél galeno itinerante, y que las batas blancas no siempre son iguales ni significan lo mismo.