Se había escondido en el espinazo de la sierra, donde los nombres no importaban. Su choza lo ocultaba de los hombres, pero no de la tormenta de sus recuerdos. Compartía el escondite y las culpas y la carne de venado solo con su mujer.
Una tarde llegaron dos viajeros. Siguiendo la costumbre de la sierra les dieron pinole y café, y les indicaron que podían dormir en el cuartito de los tiliches.
El alba descubrió la choza de madera con la fría marca de la sangre y dos cuerpos despojados de sus culpas; los remordimientos habían ganado la carrera.
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